Colección de arte popular mexicano, Museo Frida Kahlo

No parecen existir límites para la creatividad y la imaginación en el arte popular mexicano. El ingenio y la espontaneidad de estas creaciones populares del mexicano no eran aparentes, hasta principios del siglo XX, para las mentalidades habituadas a poseer y utilizar toda clase de artes decorativas importadas del extranjero. Los objetos utilitarios fabricados por el pueblo –sí acaso se encontraban en los inventarios hogareños-, eran imprescindibles en la cocina, el aseo o en infinidad de afanes domésticos de todos los días, pero hasta ahí llegaba su importancia.

Arte mexicano asombro la riqueza del brillante colorido de las piezas exhibidas, la finura de sus formas y la belleza que emanaba de la gran variedad de objetos de arte popular que se exhibieron. En el catálogo se incluyeron objetos de barro, vidrio soplado, lacas de Olinalá, esculturas en madera de santos pueblerinos, exvotos, cerámica de Talavera, arreos charros, rebozos y pequeñas joyas fabricadas en los pueblos para el lucimiento de las mujeres. Los grandes coleccionistas empezaron a adquirirlos para exhibirlos en sus hogares y en salas especiales de sus museos. Así fue como se empezó a consolidar la fama en Norteamérica del arte popular mexicano.

Arte popular en La Casa Azul
Frida Kahlo y Diego Rivera habían contraído matrimonio en 1929. Aunque tuvieron muchos encuentros y desencuentros, desde el primer momento en que se instalaron definitivamente en La Casa Azul de Coyoacán, empezaron a utilizar diariamente y a coleccionar aquellas muestras del arte popular del pueblo. Rivera había ya influido con su personalidad en la mentalidad de Frida, quien adoptó sus ideas sin dificultad. La pareja no sólo utilizaba los objetos de la vida cotidiana como mobiliario, vajillas, mantelería y trastes de cocina; también coleccionaban los objetos decorativos que les eran agradables a sus desarrollados sentidos artísticos e inclinaciones nacionalistas. Con inteligencia percibieron Frida y Diego no sólo lo que había sido la estética en el siglo XIX y sus modas, sino también la nueva política: el hecho de que representaba la primera lucha y esfuerzos de pueblo de México por adquirir su identidad al consumarse la independencia y liberarse del dominio español. Fue la época en que se inició el nacionalismo en las artes. En la Academia de San Carlos esta corriente se manifestó en escultura y pintura. Ahí realizó Rivera sus primeros estudios artísticos.

Los pintores académicos se sensibilizaron a la nueva corriente y empezaron a representar escenas que rescataban pasajes de la historia prehispánica, el drama de la conquista y los afanes de los misioneros que llegaron a la Nueva España. Los alumnos recién egresados dibujaban a lápiz flora y fauna del país y los primeros modelos de tipos populares mexicanos.

El romanticismo de la época había manifestado esa misma búsqueda de identidad nacional en las instituciones literarias como fueron la Academia de Letrán y el Liceo Hidalgo. Los escritores buscaron captar la idiosincrasia del pueblo, y reflejar en sus textos vidas, pensamientos y costumbres legándonos pasajes inolvidables, memorias de aquellos tiempos y novelas.

Ese afán nacionalista se expresó también en la música. Los músicos rescataron melodías populares que siempre habían estado y siguen estando, en la mente y en la voz del pueblo. Frida las cantaba, como lo atestiguaron varios conocidos de la artista además de los instrumentos que se hallaron en su recámara. A principios del siglo XX la música vernácula sirvió a compositores afamados como leitmotiv para crear obras relevantes.

El comedor de La Casa Azul
En ese recinto familiar, Frida y Diego adornaron los muros con pinturas populares del siglo XIX. Esas imágenes representan bodegones o naturalezas muertas con imágenes de verduras, frutos y objetos mexicanos colocados en cacharros autóctonos. También dieron lugar a la revaloración de otros émulos contemporáneos que antes estuvieron en boga en los comedores burgueses decimonónicos. Sobre la mesa del comedor, Frida Kahlo solía colocar manteles provenientes de diferentes zonas del país que mostraban gran variedad de puntadas de aguja, labores de gancho, aplicaciones y bordados de colores y deshilados. En el Museo Frida Kahlo se han conservado y restaurado diferentes tipos de manteles y carpetas. Constituyen un muestrario representativo de la habilidad y el buen gusto de las costureras mexicanas.

En el centro de la mesa lucían coloridas bateas o guajes laqueados con arreglos de ramilletes de flores de papel o canastos con frutas de cera. En las vajillas de La Casa Azul quedaron algunos ejemplares de Puebla, Oaxaca, Michoacán y el Estado de México. No sobrevivieron completas esas vajillas a las manos de cocineras, a los viajes, empaques y desempaques de los artistas y al paso del tiempo. Según testimonios, la pareja utilizaba el comedor cotidianamente y ahí también se agasajaba a comensales importantes. Los muros de esta área tienen adosados varios trasteros de madera pintados en amarillo vivo. Rebosantes de objetos de arte popular, algunos contienen piezas notables de barro hechas por aquellos primeros artesanos que reproducían los tipos populares que habitaban en el México del siglo XIX. En este rescate de la identidad nacional, la pareja de artistas logró coleccionar las muy mexicanas imágenes de la tortillera, el charro, la vendedora de frutas, el cargador y el carbonero. Se trata de piezas salidas principalmente de los alfares de la familia Panduro de Tlaquepaque, Jalisco. Durante generaciones, ahí se han trabajado estas figuras en barro coloreado. Dichas muestras aún sirven y han servido a muchas familias mexicanas para acompañar las imágenes de los “nacimientos” que se montan en los hogares durante las fiestas decembrinas. Tristemente la factura de las obras más recientes es de menor calidad. También podemos apreciar en esos trasteros, en toda clase de formas y tamaños, platones y objetos de vidrio soplado creados en el preciado color azul cobalto que fue la marca de distinción del mencionado taller.

En la colección que recogieron Diego y Frida no faltan muestras numerosas de barro vidriado de Patamban en Michoacán. El acervo contiene platos, platitos, tazas y vasijas que siguen luciendo su famoso color verde con decorados en oscuro, así como muchos ejemplares de loza de Tzintzuntzan con ornamentaciones de motivos lacustres: pescadores, peces y patos sobre engobe crema. Un antiguo y colorido Tibor de Guanajuato, situado en un rincón de la casa, sorprende por su belleza y sus enormes dimensiones. La pieza muestra en un óvalo la imagen de un hombre con grandes bigotes vistiendo chaquetilla con grandes solapas bordadas al estilo del hacendado charro. La pieza forma parte de la decoración de La Casa Azul, así como muchos objetos con decoración de “petatillo”, distintiva de la entidad jalisciense de Tonalá. Sobre la chimenea están colocados un águila y unos caballitos de tule que sirvieron, en alguna ocasión, como modelos para las pinturas de Frida.

En un reloj de cerámica colocado en un trastero quedaron marcadas las horas del matrimonio de los artistas. Otro reloj roto indica la hora de su divorcio en 1939, hecho que consignó Frida a su diario íntimo. Los judas de cartón, hechos por encargo de Carmen Caballero, deben haber alegrado las reuniones de la pareja. Los admiraban por su colorido y formas fantásticas. Sobresaliente es también el caso de las esculturas de Mardonio Magaña que se encuentran en todos los rincones de la casa. Representan a la gente del pueblo realizando las actividades de su labor diaria. El escultor talló esas piezas en piedra o madera y posiblemente conforman la colección más completa de obras de dicho artista.

La cocina de Frida
En esta importante habitación de La Casa Azul se elaboraban los platillos de la cocina mexicana con los que se agasajaban por igual a invitados humildes y a personajes importantes, amigos y conocidos de la pareja. El arte popular mexicano siguió captando las escenas cotidianas del país y nos ha dejado el recuerdo de cocineras, madres y abuelas guisando en ollas sonoras, bien vidriadas y quemadas, o del imprescindible uso de metates y molcajetes muy bien tallados en piedra del pueblo de San Salvador el Seco. Frida se dio siempre el tiempo para aprender a guisar en esta usanza. Su cocina es muestra del ambiente tradicional de las amas de casa: lugar de encuentros, confidencias y aprendizajes femeninos. Según testimonio de la propia Frida, Lupe Marín, la anterior esposa de Rivera, le enseñó a preparar los moles que tanto agradaban al pintor e incluso la acompañaba al mercado a comprar las cazuelas y las ollas para prepararlos.

El amplió fogón de carbón de la cocina, forrado con azulejos de Talavera y con braseros de carbón, parrillas y un aventador, muestra varios ejemplares de ollas, cazuelas y recipientes de barro. Las piezas provienen de alfares de varios estados del país. En ellas se preparaban las recetas tradicionales de los platillos mexicanos con los que se agasajaba a los comensales de La Casa Azul. Al estilo de las antiguas cocinas mexicanas, cucharones y cucharas de palo cuelgan de repisas de madera con copete, talladas en Pátzcuaro. Bateas y guajes laqueados, así como vasijas y jarras para el pulque fabricadas en barro o en vidrio y recipientes para las aguas frescas, completan los enceres necesarios en una cocina autóctona. No podía faltar el inolvidable botellón con su vaso, que conservaba la frescura del agua y regalaba su sabor a barro.

Comadre, cuando me muera,
Haga de mi barro un jarro,
Y si a los labios se le pega
Son los besos de su charro.

Un muro de la cocina está adornado por una pareja de palomas delineadas con jarritos de barro. En su vuelo, las figuras llevan un lazo figurado con los nombre de los artistas: Diego y Frida.

La recámara de Diego
En 1940, un año después de su divorcio, la pareja volvió a contraer matrimonio. Fue entonces que Frida arregló una recámara para su errante esposo. Una fotografía de la artista adorna el espacio sobre la cabecera de la cama. Encima de las almohadas del lecho, Frida colocó sendos cojines con leyendas bordadas en colores que dicen: Dos corazones unidos y Despierta, corazón dormido. En el cuarto también luce un gran cofre de madera laqueada en Michoacán que muestra paisajes mexicanos. Por su parte, una escena de charrería decora uno de los muros de la habitación de Diego Rivera. En esta pintura de origen popular se muestran ingenuamente las suertes charras: el oficio y la pasión características del charro mexicano de entonces y de nuestros días. En un óleo original del pintor Mariano Silva Vandeira se representa a una Venus voluptuosa y regordeta que le sonreía a Diego desde la pared del cuarto. Sobre la cama se ha conservado su ropa de manta, sus zapatones, sus sombreros y unos bastones de Apizaco tallados en madera que aún conservan su colorido. También forman parte del ajuar del pintor varios de sus morrales de cuero con finas labores de talabartería. Todos los objetos de arte popular incorporados en la colección de La Casa Azul tienen la gran ventaja de haber sido adquiridos hace más de medio siglo, cuando aún no eran fabricados en serie. En su momento, los creadores no los manufacturaron movidos por afán de lucro, sino como recuerdos para turistas o decoración para representaciones diplomáticas. Se trata de objetos originales e irrepetibles, creados para ser usados y disfrutados con sensibilidad por sus dueños.

En varios muros de La Casa Azul, como es el caso del estudio de Frida y el patio de la escalera, se encontraron retratos de José María Estrada. Este pintor tapatío solía plasmar en sus lienzos imágenes sencillas de aquellos primeros burgueses mexicanos que ya podían costear sus retratos y deseaban dejarlos para su familia y la posteridad. Hoy en día, esas obras son parte de la historia, de la evolución y del reconocimiento de la pintura popular mexicana del siglo XX. También quedó representada en esta colección la obra de algunos artistas anónimos. Desconocedores de los estrictos cánones que imponían las academias, se inspiraban para lograr ingenuos retratos de la gente del pueblo situada en su entorno y vestida a la usanza de la época. Este último hecho los hace particularmente valiosos por representar usos y costumbres locales. Para Frida y Diego, esas obras captaban la gracia espontánea del pintor y la humilde imagen del hombre, la mujer o el niño del pueblo.

Durante varios años, Frida coleccionó numerosos objetos infantiles, juguetes y retratos. La maternidad le había sido negada, por lo que procuró adquirir varias imágenes de pintura popular que mostraban a niños y niñas pequeños. El retrato de un bebé muerto ocupar un lugar importante en su recámara. En algunas de estas representaciones, sin importar el sexo o la edad de los infantes, el pintor les colocaba en la mano un guaje laqueado de Michoacán. Usados como sonajas o juguetes infantiles, eran accesorios que fueron utilizados como tema por los pintores de factura muy popular. Las piezas servían para indicar claramente la tierna edad de los niños que, en ocasiones, muestran rostros de adultos por la impericia del artista y el vestuario de persona mayor que les ponían para la ocasión del retrato. Estas pinturas poseen un encanto de la frescura y de la ingenuidad con que fueron concebidas. Tanto los guajes-sonaja laqueados como pequeñas jícaras rojas decoradas con flores y patitos, eran jutilizados en las casa de los mexicanos para entretener a los niños, bañarlos en las tinas o servirles su chocolate en la cocina. Estos recipientes vegetales, sin laquear o con complicados labrados, fueron muy usuales hace medio siglo. Varias muestras de esa variante están presentes en La Casa Azul.

Exvotos en La Casa Azul
Los exvotos y “retablitos”, como se les llama popularmente en México, son pinturas votivas quedan testimonio de la fe del peticionario. Constituyen un documento valioso no sólo desde el punto de vista artístico de la pintura popular sino también desde el panorama humano e histórico. Los orígenes de este tipo de obra datan de los albores de la humanidad, cuando el intelecto en formación del hombre buscó propiciar los elementos de la naturaleza que le favorecían o protección contra los que lo dañaban o le podían causar la muerte. En esta expresión del arte popular se integraron magia con religión. En las piezas se invocaban los favores de entidades sobrenaturales ofreciéndoles lo mejor que se poseía: sus primeros frutos y sus animales. En acción de agradecimiento, los creadores de los exvotos ofrecían sacrificios rituales y dedicaban pequeños templos y adoratorios como testimonio de su devoción. Todas las civilizaciones que nos precedieron dejaron huella tangible de invocaciones de esta naturaleza a las divinidades y al reconocimiento de su poder.

Los hechos más sobresalientes en la vida humana eran motivo de gratitud: el nacimiento, el matrimonio, la pubertad y hasta la misma muerte. En los “retablitos”, los soldados ofrecieron sus armas, los obreros sus útiles de trabajo, las mujeres sus cabelleras, los niños sus juguetes y los atletas sus trofeos. También se hacían votos y se ofrecían plegarias para la recuperación o para el alivio de enfermedades y pestes, se pedía ayuda en caso de un parto difícil y se rezaba para evitar sequías e invocar la lluvia. Si se obtenía el favor o la petición, resultaba indispensable cumplir con la promesa y hacerla patente y visible. Así, a través de la historia, la humanidad ha visto exvotos significativos: los agradecimientos de los poderosos que edificaron grandes templos, capillas y retablos por haber recuperado la salud, obtenido la victoria en batallas célebres o llegar al final de las guerras. En nuestro país, el hábito de ofrecer testimonios de gratitud cobró auge cuando el pueblo entró en conocimiento del extenso santoral aportado por la cultura hispana. El mexicano cristianizado se acogió a las diversas advocaciones de la Virgen María como mediadora, a la multitud de imágenes de Cristo que se veneraban o a sus santos favoritos y patronos. En México, esta costumbre adquirió manifestaciones muy sui generis. Toda clase de materiales sirvieron para cumplir las promesas por los favores recibidos.

De esas lejanas épocas, se recuerda el caso de un exvoto particularmente famoso y notable. Obra de un buen artífice y célebre por su costo, se trato de la representación de una garrapata labrada en oro con un diamante que ofrendó don Ignacio Castoreña a la Virgen de San Juan de los Lagos al visitar su santuario después de haber sanado de un oído. Otra muestra interesante de esa índole en La Casa Azul, fue pintada al óleo sobre tela y presenta dimensiones regulares. Según el epígrafe correspondiente, el retablo fue prometido por el fervoroso realista Juan Antonio González que confiesa haber solicitado ayuda “entre algunos individuos por la escasez en sus proporciones”. Su descabellada petición incluyó a la Santísima Trinidad y a la Virgen de la Soledad de la Santa Cruz, pintadas en el exvoto, para que ayudaran a “Su Amado Soberano Fernando VII a conservar la vida y a que sea restituido en su trono pues ha sido arrebatado en Bayona por la perfidia de Napoleón”. La obra está fechada en México el 1 de septiembre de 1814.

Muestras más humildes de agradecimiento son los exvotos pintados en pequeñas láminas al igual que los llamados “milagritos” mexicanos. Éstos van desde pequeñas figuras hechas de oro, plata, cobre, cuerno o metal que representan muletas, ojos, corazones o cruces simbolizando la recuperación de una enfermedad del peticionario o de un ser querido. El labriego ofrece el exvoto o milagro prometido con imágenes de animales como su caballo, burro, vaca o borrego que se había extraviado. Existen exvotos de presos que agradecen su liberación y pidieron ser retratados arrodillados ya fuera de la prisión. Un curioso exvoto, con motivo del alivio de una enfermedad cardiaca, está inscrito en un corazón recortado en lámina y dice a la letra: “por abérseme destapado la bálvula del corazón”.

En el arte popular mexicano ocupa un lugar muy especial el tema de los exvotos. La finalidad de los exvotos o “retablitos” era la de plasmar la relación plástica del milagro o el favor recibido que asume forma tangible en un rectángulo de lámina pintada en colores primarios. Varias centenas de exvotos fueron adquiridos por Frida y ahora ocupan un lugar destacado en la colección de La Casa Azul. En los “retablitos”, perspectiva y composiciones van encaminadas a relatar un hecho maravilloso, sin atender pictóricamente reglas formales.

El donante aparece de hinojos, en cama o en el momento en que acontece el accidente, motivo de la petición y de la promesa. La divinidad se ve nimbada y flotando en el espacio.

La sencillez es la gran cualidad en estas muestras del arte popular. Sus autores, en su mayoría anónimos, no pertenecieron a escuelas de pintura y carecían de los conocimientos técnicos indispensables para realizar una obra de carácter firmal. Su encanto reside en la creación espontánea, sin fondo intencionado, y en el sentimiento natural. Además, los artistas de los exvotos debían interpretar el relato del atribuido y agradecido donante, lo que resulta particularmente conmovedor. Los epígrafes al pie de las pinturas adolecen de faltas de ortografía y con la redacción de los pintores, convertidos también en escritores, se podría llenar muchas páginas jocosas. La importancia de estas pinturas populares se origina en el relato de la candorosa promesa y en el ingenuo agradecimiento que se ofrece al santo o a la divinidad de su devoción.

Las principales advocaciones de la virgen María venerada en Jalisco son: Talpa, Zapopan y san Juan de los Lagos. La Virgen del Rosario de Talpa es la destinataria de la mayoría de los exvotos que se incorporaron en la colección de La Casa Azul. Resulta muy interesante leer las peticiones elevadas a esta advocación mariana. Aunque el formato pictórico es repetido, el interés reside en la reflexión sobre la condición humana y sus penurias, sus necesidades, debilidades y devociones. Esas obras conmueven por su sinceridad en las diversas escenas de campo y hogar donde la petición a la divinidad obtuvo respuesta favorable. Caballos desbocados, ríos crecidos, incendios, temblores, choques, piedras en el riñón y riñas campiranas eran arregladas por los santos que recibían en agradecimiento el prometido y humilde regalo.

Varios exvotos dedicados a los Santos Reyes en la colección de La Casa Azul ejemplifican en particular la idiosincrasia del mexicano. Los sabios astrónomos que según San Mateo, llegaron a adorar al Niño Jesús, pasaron a ser reyes en la tradición cristiana, pero también adquirieron la categoría de santos en la devoción e imaginación del pueblo.

Testimonio relevante de la obra pictórica de Frida Kahlo es el importante lugar que ocupa en el arte mexicano. Todos los objetos de arte popular que rodearon a la pintora en La Casa Azul, y que formaron parte de su existir cotidiano, tanto en la salud como en las dolencias y que la artista coleccionó con el afecto y admiración que se debe a lo creado por las manos del mexicano, forman parte de la importante colección del museo en que se venera su memoria.

Museo Frida Kahlo
La Casa Azul fue el lugar donde Frida Kahlo, la artista latinoamericana más reconocida del mundo, vino a este mundo, vivió y respiró por última vez. El edificio, que data de 1904, no era una construcción a gran escala.

A medida que uno explora el trabajo de Frida Kahlo más profundamente y disfruta del privilegio de conocer su hogar, uno comienza a descubrir las intensas interrelaciones entre Frida, su trabajo y su casa. Su universo creativo se encuentra en la Casa Azul, el lugar donde nació y donde murió. Después de su matrimonio con Diego Rivera, Frida vivió en diferentes lugares de la Ciudad de México y en el extranjero, pero siempre regresó a la casa de su familia en Coyoacán.

Ubicada en uno de los barrios más antiguos y bellos de la Ciudad de México, la Casa Azul se convirtió en museo en 1958, cuatro años después de la muerte del pintor. Hoy es uno de los museos más populares de la capital mexicana.

Hoy tiene un edificio de 800 m2 rodeado de una propiedad de 1200 m2. Diego y Frida lo llenaron de color, arte popular y piezas prehispánicas para mostrar su admiración por los pueblos y las culturas de México. La construcción sufrió dos modificaciones importantes. Cuando el revolucionario ruso Leon Trotsky vivió con Diego y Frida en 1937, se compró la propiedad que hoy ocupa el jardín. En 1946, Diego Rivera le pidió a Juan O’Gorman que construyera el estudio de Frida. El interior de la casa se ha mantenido prácticamente intacto. Esto fue respetado por el poeta y el amigo de la pareja, Carlos Pellicer, quien diseñó la exhibición del museo para el espacio después de la muerte de Frida. Por lo tanto, la casa y sus contenidos conservan ese ambiente íntimo.